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La orina, el repelente dentífrico "made in Hispania"

¡Cuñao, qué poco te has lavao!
Desde que el hombre aprendió a fabricar -y consumir- carbohidratos a cascoporro, es decir pastas, patatas, cereales y azúcares, la salud de la dentadura humana ha ido de mal en peor para alegría de las caras minutas de los dentistas. Los azúcares de la dieta, sobre todo los refinados, que tanto nos gustan pero que no existen en una dieta de productos frescos, ha hecho que las bacterias de la boca se multipliquen a toda castaña y se dediquen a dejar los dientes hechos una pena -los neanderthales, por ejemplo, prácticamente no sabían qué era la caries. Ante este inconveniente dietético -en el cual poco pensamos cuando estamos disfrutando de un brownie de chocolate-, si no queremos quedarnos con menos dientes que un oso hormiguero, no cabe más tutía que lavarse los dientes. Esto no es una moda nueva y ya era conocido en la península Ibérica antes de la conquista romana. No en vano aquellos antiguos hispanos ya tenían sus productos de higiene bucal, sobre todo uno que posiblemente le diera un poco de asquito utilizarlo hoy en día: orines fermentados.

Suministrando materia prima
¿Se imagina que cada vez que se levanta por la mañana y hace su "río" matinal, lo guarda en una tinaja, lo deja días y días hasta que fermente (¡ahí! ¡rico, rico y con fundamento!), y cuando va a lavarse los dientes, coja un vaso, se pegue un buen buchito y haga enjuagues con "eso" cual colutorio bucal al uso? Pues eso, que solo de pensarlo remueve las tripas hasta el duodeno, según cuentan las crónicas romanas (por ejemplo el historiador Estrabón y el poeta Catulo) parece que era una práctica habitual de "salud" buco-dental entre las tribus celtas e íberas autóctonas de Hispania, sobre todo de la cornisa cantábrica y de la mitad occidental de la Península. ¿Le resulta repelente? A ellos, visto lo visto, no tanto. 

Dentista romano
Sabido es que una de las obsesiones de la cultura romana era el culto al cuerpo que se mostraba en todo su esplendor en la gran profusión de baños y termas por todo el Imperio (ver Silvania, la santa que no se lavó jamás). Dentro de esta higiene general, la higiene dental no les era ajena y para mejorar la salud de sus dientes ya utilizaban chicles blanqueantes a base de látex de lentisco, cremas dentífricas hechas con caparazones de moluscos -abrasivas, claro-, mondadientes, colutorios contra la halitosis a base de vino y hierbas aromáticas y una gran variedad de otros productos más o menos efectivos. Y si pese a todo esto, la cosa fallaba y acababan por perder la dentadura (los cepillos de dientes son modernos, ellos se los limpiaban con los dedos o con fibras vegetales), los etruscos eran muy hábiles haciendo dentaduras postizas, con técnicas que, en algunos casos, no fueron superadas hasta la Edad Moderna. Como he dicho tantas veces, unos auténticos adelantados.

La orina de los celtíberos era valorada
A pesar de ya tener un buen vademécum de productos, trucos y pócimas para mantener los dientes más o menos decentes, los contactos con las tribus hispanas pusieron de moda entre las damas de alta alcurnia (que eran las que podían pagarlo), el hacer enjuagues con orina hispana fermentada. Una orina traída especialmente desde la Lusitania, ya que según se pensaba, la orina de aquella gente tan ruda de aquel extremo del Imperio era muy potente y era la mejor que había para blanquear los dientes. Como los pedidos tardaban varias semanas o meses en llegar a Roma, el tiempo que pasaba hacía que la orina celtíbera fermentase por el camino en sus ánforas de cerámica (ver La sorprendente montaña de ánforas llamada Monte Testaccio), llegando a la Ciudad Eterna en su punto justo de "sazón". Todo sea el decirlo, la costumbre de su uso dentífrico no era generalizada y había quien, con un alma más refinada, veía aquel tratamiento con mucho escepticismo y aún más asco. Con todo, el uso cotidiano de la orina entre los romanos no era desconocido. Reparos de metérsela en la boca, aparte.

Modelo de una fullonica de Pompeya
Efectivamente, la orina fermentada, además del uso relativamente anecdótico como dentífrico, se usaba de forma habitual y profusa en la Antigua Roma en tintorerías y en lavanderías (conocidas como "fullonicas") para lavar y blanquear la ropa. Ello era así dado que, al fermentar, el ácido úrico y la urea que van disueltas en ella se descomponen, obteniendo un líquido con una proporción muy alta de amoniaco. Amoniaco que era el principal ingrediente desinfectante y blanqueante tanto de dientes como de ropas y que era lo que realmente les era útil. Y tanta orina se necesitaba en aquellos procesos que las fullonicas se veían obligadas a recogerla de los aseos públicos en cantidades industriales. Detalle que hizo que el emperador Vespasiano -demostrando un agudo olfato comercial- decidiese imponer una tasa (la Vectigal Urinae) a los lavanderos por utilizar aquellos meados populares. Para compensar, algunas fullonicas instalaban retretes públicos a la entrada para recoger ellos mismos su "materia prima". Hecha la ley, hecha la trampa.

Letrinas públicas romanas
En definitiva, que los romanos, en un prodigio de aprovechamiento de los recursos a su disposición, eran capaces de, prescindiendo de cualquier tipo de prejuicio, reutilizar un producto absolutamente de desecho como eran los orines de la gente, ya fueran de la propia Roma o de cualquier parte del Imperio. Ahora que nos estamos comiendo el mundo como si fuera nuestro bol de palomitas particular, y que estamos dejando el planeta hecho un estercolero por todos lados (ver El dulce mar de La Falconera), bien haríamos de tomar ejemplo y reciclar nuestra basura al máximo posible. Tal vez no hace falta convertir nuestra propia orina en Licor del Polo u Oraldine como los romanos y los celtíberos, pero si seguimos con el actual ritmo de despilfarro de recursos naturales, no dude que tendremos que volver a ellos más pronto que tarde.

Y eso sí que dejará un mal sabor de boca.

¿Preparándose el dentífrico?

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